Hay noticias que no solo indignan, sino que confirman el profundo divorcio entre la política tradicional y el sentir del pueblo. Esta semana, se conoció que el exsenador Ciro Ramírez, procesado por delitos tan graves como concierto para delinquir, cohecho propio e interés indebido en la celebración de contratos, no solo quedó en libertad por decisión de la Corte Suprema, sino que su abogado ya envió una carta al presidente del Senado solicitando formalmente su reintegro.
Sí. No solo vuelve a las calles, sino que aspira a volver a sentarse en su curul. Como si nada. Como si el juicio penal que enfrenta no existiera.
En esa carta, el abogado de Ramírez argumenta que ya no hay ninguna inhabilidad para que regrese al Senado, basándose en que el congresista recuperó su libertad mientras se resuelve el proceso. No hay una condena, dicen. Pero lo que sí hay —y es innegable— es un juicio en curso por corrupción.
¿Y cuál es el apuro por regresar? Coincidencialmente, el Congreso se prepara para una de las votaciones más importantes del año: la de la consulta popular que impulsa el Gobierno nacional. El regreso de Ramírez podría inclinar la balanza en una decisión crucial para el país.
La indignación no es por desconocer la presunción de inocencia. Es por el descaro de usar esa figura como escudo político mientras se le da la espalda al mínimo de ética que se espera de quienes legislan. ¿Cómo confiar en un Congreso que le abre la puerta, sin pudor, a alguien que está siendo juzgado por corrupción?
Este caso es solo un síntoma de una enfermedad mayor: una cultura política donde la legalidad se acomoda al poder, y donde la justicia camina a paso lento mientras el privilegio avanza a toda velocidad.
No se trata solo de un error jurídico. Es una bofetada a la dignidad del Congreso, a la confianza ciudadana y a los millones de colombianos que siguen creyendo —con esperanza, a veces con ingenuidad— que otro país es posible.
Colombia merece representantes que no estén respondiendo ante los tribunales. Merece instituciones limpias, sin la sombra de la impunidad rondando sus decisiones. Y merece, sobre todo, que se respete a la gente.
Porque cada vez que un político procesado vuelve a legislar, lo que realmente vuelve al Congreso no es una persona: es el mensaje de que aquí todo vale. Y eso es lo que no podemos seguir permitiendo.
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