En Colombia, la política ha estado históricamente atravesada por la violencia. Sabemos lo que significan las balas en los procesos electorales: silencios impuestos, miedos sembrados, muertes que paralizan el debate democrático. Por eso lo que le ocurrió al senador Miguel Uribe Turbay no puede tomarse a la ligera. Fue víctima de un atentado que casi le cuesta la vida, en pleno ejercicio de su campaña política, a plena luz del día y frente a decenas de personas. Y como país, como ciudadanos y como demócratas, eso nos tiene que doler a todos, sin distinciones ideológicas.
Seamos claros: al gobierno no le sirve este atentado. A la izquierda, tampoco. No solo porque iría contra los principios éticos y políticos que la sustentan —una izquierda que ha luchado por la paz, por la defensa de la vida, por la justicia social—, sino porque además, en términos estrictamente estratégicos, esto es un boomerang. ¿Quién se beneficia cuando un opositor se convierte en víctima? ¿A quién favorece que Miguel Uribe se fortalezca como figura nacional en medio de un clima de dolor, indignación y solidaridad? No es al gobierno. No es al petrismo. No es al Pacto Histórico. Todo lo contrario.
En la práctica, lo que genera este atentado es una oleada de simpatía hacia la figura atacada, una visibilidad que difícilmente se logra en la política con discursos o propuestas. Uribe Turbay, que ha sido un duro crítico del gobierno y un precandidato presidencial en ascenso, ahora está en el centro de la atención nacional, no por su programa de gobierno, sino por su sufrimiento. Y eso —más allá de cualquier valoración electoral— representa un giro que no favorece a quienes hoy están en el poder.
Además, es profundamente incoherente pensar que un presidente que ha hecho de la paz total su bandera, que ha insistido en desarmar no solo a los grupos armados, sino al lenguaje político mismo, se preste para este tipo de acciones. Gustavo Petro ha sido claro en su rechazo total a la violencia. Lo fue con su historia, cuando dejó las armas; lo fue en campaña, cuando prometió no repetir los errores del pasado; y lo es ahora, como jefe de Estado, cuando ha pedido que se respete la vida incluso del menor que cometió el atentado. Su mensaje ha sido uno solo: la vida primero, incluso la del que ha errado.
¿Puede haber diferencias entre él y Miguel Uribe? Por supuesto. Las ha habido. Han tenido debates públicos fuertes. Pero eso es la democracia. Lo que no puede haber es la insinuación de que un cruce de palabras se convierte en causa de un atentado. Eso es una narrativa peligrosa que puede justificar la censura, el odio, la retaliación. La política no puede convertirse en una arena donde el que debate queda marcado como enemigo. No podemos seguir repitiendo ese ciclo de “se lo buscaron” que tantos muertos nos ha dejado.
Y más aún, hay que preguntarse quién está realmente detrás. Porque aquí hay un menor de edad armado, un joven que disparó con intención de matar. ¿Quién le dio el arma? ¿Quién lo reclutó? ¿Quién lo envió? Esto no fue un arrebato, esto fue un encargo. Y esos encargos no los hace un partido político tradicional, ni una bancada parlamentaria. Esos encargos los hacen mafias, estructuras clandestinas, redes de poder que operan en la sombra y que justamente se benefician del caos, del miedo, de la división.
Es urgente que las investigaciones avancen. Que se diga la verdad. Que no se esconda nada. Porque este atentado no solo pone en riesgo a Miguel Uribe, pone en riesgo a toda la clase política. Si hoy fue él, mañana puede ser cualquier otro. La polarización que se alimenta con odio y desinformación es el caldo de cultivo perfecto para que los violentos vuelvan a creer que pueden decidir con balas lo que no logran con ideas. Y ahí pierde la democracia, pierden los ciudadanos, perdemos todos.
Por eso, desde la orilla que defiende el proyecto de transformación del país, es necesario decirlo sin miedo: la izquierda no tiene nada que ver con esto. Y no solo no tiene nada que ver, sino que rechaza de forma contundente el atentado. Porque no hay reforma social, ni justicia, ni política posible si se permite que la violencia marque el camino. La izquierda no dispara. La izquierda no manda sicarios. La izquierda no hace guerra sucia. La izquierda quiere debatir, ganar con argumentos, convencer, transformar. Y este hecho va en contra de todo eso.
Además, es importante señalar que el intento de vincular al gobierno o al petrismo con este hecho, más allá de ser falso, también es injusto. Porque desinforma, porque distrae a la opinión pública de lo realmente importante, y porque vuelve a meter al país en ese juego mezquino donde lo que importa no es la vida del herido, sino quién gana más votos con su herida. Esa lógica perversa es la que hay que desmontar.
Miguel Uribe merece justicia. Su familia merece respeto. Su caso merece verdad. Y el país merece sensatez. Esta no es la hora de las teorías conspirativas, ni del oportunismo político. Esta es la hora de condenar con fuerza lo ocurrido, de proteger la vida de todos los líderes y lideresas, y de reafirmar el compromiso con una Colombia donde se pueda hacer política sin miedo. Que no se nos olvide que las democracias no se construyen con odio, sino con diferencias que se tramitan con argumentos. Y que la mejor manera de honrar la vida de los políticos que hoy siguen en pie, es no permitir que las balas hablen más fuerte que las ideas.
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